Tuesday, August 29, 2006

Aqui se corta con navaja



En Jara, la peluquería más antigua de Trujillo, no regalan gaseosa, se corta con navaja y el fígaro tiene bien claras sus preferencias sexuales.


Esa noche le fui infiel a Silvia. Y la traicioné con un hombre. No fue una experiencia grata. Silvia tiene las manos suaves, lleva varios años atendiéndome y sabe cuándo espero que se detenga. Felipe, en cambio, tiene las manos ásperas, era la primera vez que me atendía y parece que no entiende de gustos particulares. Sabía el riesgo al que me exponía. Me ha costado mucho tiempo encontrar alguien que me entienda y temía estropear mi imagen. Pero pensé que si iba a escribir sobre un peluquero lo menos que podía hacer era someterme a su corte. Cuando éste terminó y me miré al espejo lo regañé en silencio. Mi temor se había hecho realidad y era terriblemente inocultable. Salí de ahí deseando que ningún conocido me viera y que las semanas pasen rápido para que el tiempo reponga lo perdido. Hasta ahora me pregunto si la vanidad puede llegar a ser más fuerte que la voluntad de un hombre por poner a prueba su oficio, como era mi caso aquella noche. Y también como entonces, sólo una cosa me queda clara. Nunca más vuelvo a poner mi cabeza en otras manos que no sean las de Silvia.



Cuando entré estaba sentado en una silleta leyendo el suplemento escolar de Satélite. Cogía el periódico con las dos manos y tenía la cabeza agachada sobre él. Estaba tan concentrado en su lectura que no se percató de mi presencia hasta que lo saludé con un buenas noches. Apenas me vio se puso de pie y dispuso a atender. Me senté en el sillón giratorio más cercano a la puerta y lo vi sacar una navaja de un cajón. Yo esperaba una tijera. Luego roció agua sobre mi cabeza con un pulverizador y empezó a cortarme las mechas.
-¿Usted no usa tijera?
-Nooo, con tijera el cabello no queda parejito.
Con una peineta desenredaba mi cabello humedecido y dejaba expuesto al paso rasante de la navaja esos centímetros de más. El espejo biselado mostraba en torno mío un hombre bajito y gordito, de unos 60 años. Dos párpados gruesos resguardaban sus ojos rasgados y sobre su frente resaltaba una cicatriz.
–No me corte muy alto por favor. El pelo se me está cayendo y no quiero que se note, le recomendé.
–Es la mezcla de las razas. A los indios no se les cae el pelo. Así que de eso ni qué preocuparse, contestó.
Siempre había tenido curiosidad por entrar a esa peluquería. De niño mi padre me llevaba a la peluquería de a lado, a Hawai, pero siempre tuve curiosidad por conocer a la competencia, sobre todo desde que la vi aparecer en un comercial de Pilsen Trujillo con su barbero estrella sonriéndole a la cámara. El día que traspuse la mampara de Jara por primera vez encontré al hombrecito leyendo su periódico en un lugar bastante más pequeño del que había imaginado. En la pared de enfrente había una pintura surrealista de Vallejo sentado en su clásica postura con su casa de Santiago de Chuco como fondo y un caballo encabritado al costado. La imagen está pintada sobre la misma pared, como para recordar que en un cuarto del segundo piso de esa misma casona habitó el vate inmortal en sus años mozos.
-Usted se apellida Jara.
-No.
-¿No? ¿No es usted el dueño de esta peluquería?
-Nooo, yo aquí soy un obrero nomás. Mi apellido es Aguilar.
Al rato le viene a la mente lo que ha estado leyendo en el suplemento escolar y se lamenta de la forma en que el Perú ha ido cediendo territorio a sus vecinos.
-Pobrecito el Perú, todos le han quitado.
Cuando termina de hacer lo mismo con mi cabello me quita el guardapolvo y guarda su navaja y peineta en el mismo cajón de donde los sacó. Me recibe las monedas y sienta nuevamente a seguir leyendo su Satélite en la misma postura en la que lo encontré como si nunca nadie lo hubiese interrumpido, mientras me quedo mirando en el espejo… arrepentido.



A los 11 años, Felipe Aguilar ya cortaba el cabello a sus vecinos. Había aprendido mirando al único peluquero de Cruz Pampa, el caserío de Julcán donde nació. Compró unas máquinas Oster manuales y con ellas comenzó a podar las cabezas de sus conocidos. A los 15 ya era un maestro en el oficio y cuando vino a Trujillo en busca de trabajo sorprendió con su pericia al “chinito Manuel”, un peluquero de pocas pulgas que tenía su barbería en la esquina de Unión con Tambo. Con él trabajó seis meses hasta que regresó a la sierra. “Me hice de obligación y mi suegro no me dejó venir a la costa porque decía que aquí había mucha corrupción. Así que maté mi juventud en la sierra”.
Felipe cambió la tijera por la picota y se puso a trabajar en la chacra de su padre donde sembraban papa, trigo, maíz, “de todo un poquito”. Sólo cortaba los domingos, principalmente a profesores y policías que iban a buscarlo desde Julcán. “Me pagaban con esos 10 soles amarillos que había en la época de Morales Bermúdez”.
Su vida transcurrió en el campo hasta que un pleito familiar lo dejó sin trabajo. Con 40 años a cuestas y siete hijos que educar, pensó que lo mejor para ellos sería volver a Trujillo. Consiguió empleo en una barbería de la avenida Perú donde laboró dos años. Un día, la dueña de Jara se apareció allí para ofrecerle trabajo. Se había quedado sin peluquero y necesitaba reemplazarlo con urgencia. “Le pasaron la voz que trabajaba bien y me fue a rogar sin conocerme”. Pese a que su patrón trató de desanimarlo y que Jara tenía fama de que sus peluqueros no duraban en el puesto, aceptó la propuesta porque sabía que en el centro tendría más clientela y la gente pagaba más. “Estoy aquí desde el 3 de febrero de 1983”. ¿Quién dijo que en Jara los peluqueros no duran?



Mi relación con los peluqueros nunca ha sido del todo buena. De hecho empezó mal. No lo recuerdo porque era muy pequeño, pero mi padre llevaba a casa al peluquero para que me corte dormido en mi cuarto porque despierto me desgañitaba en llanto. Ese mismo peluquero, el maestro José Camacho, dueño de Hawai, me siguió cortando hasta que entré a la universidad. Traicioné sus servicios de años seducido por esas peluquerías de 3 soles más un vasito de gaseosa o un chocolate. Anduve saltando de una peluquería a otra hasta que conocí a Silvia y me acostumbré a su corte. Cosa curiosa. Silvia trabaja en un salón que cobra 5 soles y de regalo sólo te da caramelitos. Jara no te da ni eso, pero sigue siendo una peluquería muy concurrida.
Mientras Felipe atiende a un caballero que acaba de ingresar, aprovecho para conversar con su patrona, que en ese momento está sentada en una de las silletas leyendo con lupa una receta de cocina. Es callada y mi presencia no parece importarle. “Trabaja bien, tiene cerca de 25 años acá”, me dice sin alejar la vista de su receta. Se niega a darme su nombre pero muchos días después logro saber que es Adeolina, la hija mayor de Guillermo Jara, el extinto fundador de la peluquería que, con 63 años de atención, es la más antigua de Trujillo. Su madre, Mercedes Escobedo, fue quien contrató a Felipe.
“El negocio está regular nomás. Antes era la única peluquería en esta cuadra y estaba cerca de los colegios Seminario, San Juan, Modelo y de la universidad. Ahora en toda la cuadra hay 12 peluquerías”.
Pese a la dura competencia, Jara tiene su público cautivo. A este rinconcito del jirón Orbegoso llegan médicos, regidores y jueces. El alcalde de La Esperanza, Juan Namoc, es cliente habitual de Felipe y hasta los anteriores generales del Ejercito, Felipe Villagra, y la Policía, Jaime Aparicio, han probado el filo de su navaja.
El anterior arzobispo Manuel Prado Pérez Rosas fue quizá su cliente más importante. Pero no lo atendía en la peluquería. Cada vez que monseñor requería sus servicios, mandaba que lo traigan al Arzobispado. “Era chochito”, me contesta cuando le pregunto por las razones que monseñor tendría para no ir hasta Orbegoso. Parece que a Felipe la idea de caminar no le gustaba mucho.




Regresé a la mañana siguiente con el fotógrafo y lo encontré puliendo las cuchillas de una máquina que acababa de afilar. Las había puesto sobre el vidrio del mostrador y pasaba sobre ellas un trapito de querosene. Esta es su segunda ocupación favorita. “También arreglo máquinas eléctricas, mecánicas. Soy especialista. Muchos peluqueros me conocen por esto y mandan sus máquinas para que las afile”. No cobra menos de 5 soles y a sus amigos se lo hace gratis.
Le pregunto si también corta a mujeres y me asegura que sí, a algunas profesoras y abogadas que son sus amigas. Eso sí, aclara que no sabe hacer ondulaciones. “Es fácil pero nunca he practicado”.
Mi compañero fotógrafo le pide su opinión sobre la nueva generación de peluqueros de Trujillo y Felipe asegura que haciendo cortes tradicionales “no son nada” por una sencilla razón: “No saben cortar sin dejar líneas en la nuca como se hacía antes. Dejan la peluca redonda o cuadrada porque no saben pulir. Para eso se necesita pulso”. Luego añade que el corte hongo, por ejemplo, es uno muy malo al que sus paisanos en la sierra llaman despectivamente peluca de mate en alusión a la calabaza de madera que, a falta de firmeza en la mano, los peluqueros novatos ponen sobre la cabeza de sus clientes para asegurarse un corte parejo. “Es un corte de aprendiz pero los vagos lo pusieron de moda”, dice con sorna.
Mi compañero le vuelve a hacer una pregunta, esta vez sobre la gran cantidad de peluquerías exclusivas para mujeres que en los últimos años han abierto en Trujillo y si él se animaría a competir con sus generalmente amanerados dependientes cortando sólo a damas. Felipe sonríe. “Mucho cabro. No quiero que me crean maricón”.

Foto de Celso Roldán

Tuesday, August 15, 2006

El hombre que vende minutos



Debajo de la torre del reloj, Fabián Martínez vende minutos. Sentado sobre una silla de plástico al pie de la portada que antiguamente separaba a ricos de pobres, el joven cuenta las horas para dejar el sitio en el que se ha pasado los últimos cuatro años sacando del apremio a todo tipo de gente, desde taxistas hasta prostitutas que necesitan contactarse con algún cliente.
El muchacho viste un polo amarillo que lleva en el pecho unas letras rojas estampadas anunciando su servicio. Es moreno y cuando ladea el rostro deja ver la marca que le dejó el rasguño de un gato cuando tenía cinco años. Está cansado del sol y la polución, pero contento porque sabe que muy pronto estas incomodidades se acabarán.
“Voy a montar un bar en Cali. Ya está casi listo. Me iré en dos semanas”, afirma con orgullo mientras contempla el parque que ha convertido en su área de operaciones. Hasta aquí llegó el día que Bienestar Familiar, la compañía estatal para la que trabajaba como asistente de comunicaciones, decidió recortar planilla.
Luego de tres meses de vacaciones forzosas, decidió no alejarse mucho de las comunicaciones e invertir su liquidación en la compra al crédito de líneas de telefonía móvil. Como revender llamadas en la calle está prohibido, un amigo microempresario le hizo el favor de sacar la línea a su nombre. No le ha ido mal y está a punto de retirarse para invertir los ahorros conseguidos en el negocio de los licores.
“El negocio da cuando se administra de la mejor forma. Si mi costo es 130 pesos por minuto y vendo a 300, guardo los 130 y quedo bien con la factura. Muchos otros no duran porque se comen el capital y si trabajan con proveedor, le quedan mal. No todos tienen la misma disciplina para administrar una línea”, comenta.
La cabina pública andante de Cartagena es uno de los muchos oficios informales que han inventado los latinoamericanos que perdieron su trabajo durante la crisis económica que golpeó a la región a fines de los noventa.
“La mayoría de empresas despidió gente y recargó a los que se quedaron. Y cuando la economía se recuperó, no volvieron a contratar a los que habían despedido sino que reasignaron labores. Eso dejó a gran cantidad de gente en la calle que trata de solucionar el problema dedicándose al negocio informal”, explica Jorge Navarro, investigador del Observatorio del Caribe Latinoamericano.
Según cifras del Observatorio, en 1994, año en el que Colombia registró la tasa de desempleo más baja de su historia, en Cartagena habían 18 mil desocupados. En 1999, esa cifra se elevó a 70 mil y en los dos últimos años se ha estancado en 55 mil.
Por eso, no sorprende que según un estudio del mismo Observatorio, seis de cada 10 personas ocupadas en Cartagena trabaje al margen de la ley vendiendo artesanías, prendas, discos piratas, frutas o equipos de radio.
“Aquí floreció el mototaxismo y la venta de minutos por celular. La gente no se puede dejar morir de hambre”, dice el investigador.
En la esquina de la calle San Juan de Dios, al costado de la iglesia San Pedro Claver, Wilmer Vellojin, un muchacho de 18 años, vende artesanías que exhibe sobre un paño en la vereda. La mayoría de piezas son collares y cinturones hechos con la fibra que se obtiene de una mata de plátano llamada hiraca. Wilmer y sus hermanos confeccionan la mayoría de adornos y otros los compran hechos a unos indios de Santa Marta.
Sus accesorios tienen mucha salida entre los turistas y sabe que estamos en temporada alta por lo que con seguridad el día le dejará entre 150 y 200 mil pesos, el doble de lo que obtendría en temporada baja y más que suficiente para cubrir sus costos.
Con estos ingresos, Wilmer ayuda a cubrir los gastos de su familia y su pensión porque estudia el segundo año de Filosofía en la Universidad de Cartagena.
¿Y no te gustaría exportar? Wilmer y su hermano Germán que acaba de llegar trayéndole el almuerzo sonríen. “Sí, pero el problema es la falta de capital y de un intermediario, un comprador”.
Justamente, según el estudio del Observatorio, la mayor dificultad que enfrentan los comerciantes para formalizarse es la falta de crédito y contactos.
“Como no tienen garantías o avales que respalden la deuda, no pueden acceder a crédito formal”, apunta Navarro.
Por eso, el estudio recomienda seguir el ejemplo de Blangadesh, donde el Estado creó un Banco de los Pobres que presta un promedio de 70 dólares por persona sin intereses leoninos. El programa ha sido un éxito como lo demuestra que la tasa de recuperación de los créditos sea de 98 por ciento.
Para Navarro, la explicación es sencilla.
“Si la gente sabe que es la única oportunidad de acceder a financiamiento y de hacerlo a una tasa razonable, se ve incentivada a cumplir”. Debajo de la torre del reloj, el hombre que cuenta las horas para marcharse se lo agradecerá.